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domingo, 15 de abril de 2012

LA TOLERANCIA A LA CORRUPCIÓN

En La Nación de hoy, JorgeFernández Díaz reflexiona sobre la tolerancia a la corrupción de muchos kirchneristas bienintencionados. ¿Saben qué? Creo que el tipo, en mucho de lo que dice en el artículo/editorial, tiene razón.

Si vamos a encubrir o justificar cada acto de corrupción de un gobierno porque "la oposición es impresentable" o porque "le hacemos el juego a la derecha", estamos fritos. Y no estoy hablando específicamente de Boudou, ya que ignoro los pormenores del caso y no me interesan demasiado. Creo que hay problemas más importantes.
Antes de copiar el artículo, aclaro que:

1)      La honestidad es un valor, pero el "honestismo" es una desgracia, que consiste en reducir la discusión política a la esfera judicial de quién roba y quién no roba. El honestista se vive quejando de que los políticos "son todos chorros", "sunabarbaridá", "sinosepuedevivír", "en un país en serio....". Al respecto, me parece iluminador el siguiente post de la MAK.

2)      Me molesta el “intencionalismo”, particularmente el lilitacarriotense, que en lugar de analizar las consecuencias de una medida política, se centra en las intenciones –casi siempre “perversas”/”malignas”- de aquellos que la implementan. Hay una frase de Carrió que es sintomática: "bajo la máscara de lo mejor, se esconde lo peor".

3)      Me parece fundamental leer, cada tanto, las lecciones que Max Weber expuso en su magnífica conferencia, titulada “La política como vocación”. Toda democracia es, en cierto sentido, una forma velada de oligarquía. Toda institución es imperfectamente representativa y todo gobierno que se ve obligado a obtener el asentimiento de múltiples grupos o personas actúa con lentitud y ha de tomar en cuenta la estupidez y el egoísmo de los seres humanos.


4) Comparto esto que escribió Eduardo Blaustein: En estos días se hace difícil soportar la hipocresía de los que aplaudieron a la dictadura o al menemismo y hoy gritan “¡república!”, los que se beneficiaron con la extranjerización de la economía y hoy braman “¡Techint!”. Lo mismo sucede con los demócratas bien peinados que consideran que los pobres de todas partes, todos y cada uno de ellos, no están en condiciones de votar mejor ya sea que no saben razonar, no disfrutan de la impecable autonomía de pensamiento que sí calzan los carapálidas de Palermo Chico o sencillamente son tan miserables que están dispuestos a vender su voto al primer puntero que les pinte. 


Definitivamente, ciertos modos de concebir la democracia, la República, la Justicia, la corrupción, el clientelismo, son chiquitos, chiquitos, chiquitos. El “honestismo”, escribió Caparrós, es esa “idea tan difundida según la cual –casi– todos los males de la Argentina contemporánea son producto de la corrupción en general y de la corrupción de los políticos en particular”.

Hay muchos modos de encarnar esa proposición del “honestismo”. Si es por la corta idea del ciudadano honesto, se puede ser un perfecto hijo de puta en el maravilloso marco de la legalidad y la ética republicana. Pagando buena plata a un estudio de abogados patricios en caso de pleito, diseñando leyes desde el poder del dinero o moldeándolas por lobby, se puede cagar la vida de millones de prójimos sin que medien ni la truchada ni la coima. Se pueden acumular grandes ganancias y a la primera brisa en contra despedir personal a lo pavo. Se puede quintuplicar en un día el precio del barbijo antigripe porcina o la vacuna. Se pueden fabricar cigarrillos, asbesto, DDT o glifosato y decir no pasa nada. Se puede ser megabanco transnacional y pagarle a una calificadora de riesgo para quedar como campeón global de la seriedad. Se puede explotar mano de obra semiesclava boliviana y vender marcas fashion. Se puede hablar de los nobles valores del campo y negrear peones o explotar niños. Se pueden dejar morir de SIDA a millones de africanos por un asunto de patentes. Se puede empobrecer a otros tantos millones perorando sobre “industria del juicio”, “pérdida de competitividad”, “estímulo del empleo joven” e incluso “generación de nuevas fuentes de trabajo”

En poco más de un cuarto de siglo asistimos, no sólo en Argentina, a la liquidación de los estándares de bienestar. Pero ante escándalos menores nos acostumbramos a creer que al postear una puteada contra un político corrupto estamos ejerciendo a tope nuestro derecho ciudadano.

Cito el artículo in extenso, y cada uno saque sus propias conclusiones:

La dolorosa traición de los progresistas

Por Jorge Fernández Díaz

Un intelectual progresista, en representación de muchos, sugirió que el escándalo Boudou no era importante. Que siguen apoyando al Gobierno por sus "políticas globales" y que cerrarán filas. Ese pensamiento ruin sintetiza todos los vicios de un sector ideológico que durante años fue la última línea de defensa frente al avance de la corrupción, la impunidad y la prepotencia del poder. Y que ahora ha adoptado la negación, el relativismo moral y el verticalismo más reaccionario.

Se ve que entre las "políticas globales" que apoyan los progresistas del kirchnerismo no figuran la transparencia, la lucha contra la corrupción ni la independencia judicial. Y que las "políticas globales" no pueden seguir defendiéndose mientras el propio proyecto se saca de encima las lacras que lo acechan. Es difícil entender esto último: tienen la insólita idea de que tapando los pecados de su propio gobierno le hacen un favor. El progresismo brasileño, por ejemplo, muestra que esto es un verdadero disparate y que un gobierno se fortalece cuando demuestra su integridad. Dilma Rousseff habló recientemente en Harvard y dijo que "Brasil hace un gran esfuerzo luchando contra la corrupción". Luego añadió que su legado iba a ser dotar al Estado de transparencia puesto que la corrupción era enemiga de "la eficiencia, la meritocracia y el profesionalismo".

No le ha temblado el pulso para deshacerse de colaboradores de turbia gestión. Y los intelectuales y artistas del progresismo de Brasil apoyan fervorosamente las purgas ministeriales, jamás apañan a los sospechosos y no se les pasa por la cabeza la ocurrencia de ver detrás de cada investigación periodística o judicial la mano de una conspiración golpista. Si los progresistas argentinos hubieran vivido en Norteamérica durante los años 70 habrían caracterizado al Watergate directamente como un golpe de Estado.

Pero aquí no estábamos ni siquiera en los inicios de un Watergate. Apenas se llevaban a cabo las diligencias mínimas que están previstas en cualquier democracia para investigar presuntos negociados del poder. Esos negociados -perdón por la herejía- ahora me resultan mucho menos graves que el pavoroso estropicio institucional y político que provocó el Gobierno para taparlos. Con el objeto de limpiar una mancha en una sábana, el Gobierno dinamitó la casa con techo y todo.

El monólogo del vicepresidente y sus acciones posteriores tuvieron como clara intención sacar de la cancha al juez que lo investigaba, cargarse al procurador de la Nación que no supo protegerlo y advertirle a cualquier miembro del Poder Judicial con ánimo de realizar pesquisas alrededor del gabinete nacional, que se arriesgará a hostigamientos públicos y privados, escarnio, denuncias y hasta jurys de enjuiciamiento. "Ningún juez podrá investigarnos, somos intocables, tomen nota", es la traducción libre de todos estos movimientos.

A medida que pasaron los días quedó demostrada, ante la opinión pública, la promiscuidad entre funcionarios nacionales y la corporación judicial. Quedó también patentizado por qué las causas de corrupción contra los funcionarios han entrado siempre en vía muerta. Y por qué en el diccionario kirchnerista "procurador" significa: hombre nuestro que procura que nuestros chanchullos no tengan castigo.

El mensaje hacia jueces y fiscales es amedrentador: el próximo que intente cumplir con su misión será perseguido y bloqueado en su carrera profesional. Aquí hubo una falla de seguridad, echaron a un guardaespaldas de dignos modales y trajeron a un soldado. Ahora el avance de las causas dependerá del coraje individual de algún juez honesto y la investigación periodística volverá a ser un género de la ficción, puesto que no tendrá correlato en la realidad jurídica. Así la Máquina de Triturar Periodistas y Maquillar la Verdad dirá una y otra vez que los casos son un invento de los "medios hegemónicos" y de nosotros, los esbirros de escritorio.

La calidad institucional no gozaba de su mejor momento en la Argentina, pero se cayó varios escalones en estas últimas horas. Ya no se trata de la inocencia o culpabilidad de Boudou. Se trata de algo mucho más grande. Aunque convengamos que el miedo era tan intenso que no trepidaron en tirar por la ventana a un prócer del setentismo acusándolo de tráfico de influencias, ni en revelar diálogos secretos que los autoincriminan política y penalmente con tal de pasar a retiro a Daniel Rafecas.

El Gobierno no podría llevar a cabo este tétrico espectáculo si el progresismo rompiera el silencio y dijera basta. Sé que en esa caudalosa corriente de pensamiento hay muchas personas que están consternadas, pero que callan por temor a ser arrojados fuera del paraíso. O porque ceden a la gastada extorsión de que convalidar disciplinadamente lo abominable es necesario para no ser "funcionales a la derecha". Los cínicos y fanáticos no tienen cura. Pero los kirchneristas de buena fe sí la tienen. Hay miles. Tragan y tragan sapos, sin saber que su voz sería fundamental para que los canallas no se salgan con la suya y para que nuestra sociedad política no se dirija nuevamente a una frustración y a un chiquero. Incluso para mejorar el gobierno que adoran. Mientras no lo hagan, todos deberemos entender que la última línea de defensa se ha quebrado. Y que el progresismo traicionó su propia naturaleza.