POLÍTICA Y VIOLENCIA (Segunda parte)

Resumo un artículo de Pilar Calveiro titulado "Antiguos y nuevos sentidos de la política y la violencia", aparecido en 2005 en Lucha Armada Número 4.

El siguiente post es la segunda parte de éste y éste post, que escribí contra la visión que Tomás Abraham. Es evidente que la visión de Abraham, quien apoya a Binner, no es inocente. Pero no me quiero meter en la coyuntura actual sino debatir el pasado.


Los libros de Calveiro me parecen muy superiores al de Pablo Giussani: "Montoneros, la soberbia armada", texto citado y elogiado por Tomás Abraham en una nota que publicó en Perfil. El libro de Giussani me parece que aporta argumentos que favorecen la nefasta "teoría de los dos demonios", que en rigor no es una teoría sino una metáfora que obtura la comprensión y clausura el debate.

En un próximo post voy a criticar el libro de Giussani, que está en línea con el pésimo prólogo de Félix Luna, que no logra arruinar el muy buen libro de Richard Gillespie. El único mérito que le encuentro al libro de Giussani es su contribución al debate.

Dejemos hablar a Calveiro:


Argentina: una larga historia de violencia y autoritarismo


En relación con las características que adoptó la violencia política en Argentina en la década de los setenta, me limitaré a presentar diez hipótesis de carácter general, como primera aproximación al problema.


1. La violencia política en Argentina es de larga data y se asienta en una estructura autoritaria, es decir, en una visión de oposiciones binarias y de lucha entre enemigos, presente en la vida política desde el siglo XIX y arraigada fuertemente en las prácticas sociales. Esta concepción se puede rastrear en nuestra historia desde la Campaña al Desierto, planeada para “despejar” las tierras fértiles eliminando indios, que ocurrió simultáneamente con la fundación del Estado. Las Fuerzas Armadas como núcleo del Estado impusieron a lo largo de todo el siglo, mediante los sucesivos golpes de Estado (1930, 1943, 1955, 1962, 1966 y 1976) proyectos y formas de gobierno lesivas para las mayorías. No obstante, esta lógica guerrera e impositiva del aparato militar fue respaldada y reclamada por los más diversos sectores políticos, de manera que no hay partido político o grupo de poder en Argentina que –aunque en grados diferentes- no haya promovido o participado en la interrupción violenta del orden democrático para imponer proyectos de su propio interés. Asimismo, el uso de la violencia política creciente por parte del estado fue avalado de manera explícita o implícita, con el silencio, por amplísimos sectores de nuestra sociedad.



2. Las Fuerzas Armadas, es decir el núcleo del Estado, fueron un instrumento clave en la escalada de la violencia política de las últimas décadas. Si el gobierno peronista de los años cincuenta reprimió a su disidencia y la encarceló, en 1955 la Marina lo sobrepasó con creces bombardeando una plaza llena de civiles para derrocarlo. Si la Revolución Libertadora se inició entonces, gracias a un golpe de Estado, un año después no dudó en fusilar a otros militares y civiles rebeldes porque intentaban deponerla, en un hecho sin precedente para la época. Si, durante el gobierno de Frondizi, la proscripción del peronismo y la cancelación de algunas de sus conquistas llevó a una resistencia obrera en ascenso y muchas veces violenta, las Fuerzas Armadas respondieron a la reorganización de los sectores populares tomando el poder, prohibiendo la política, reprimiendo el descontento, instaurando la práctica de la tortura sistemática e iniciando la desaparición de personas, a partir del golpe de 1966. Casi sobre el final de esa dictadura ocurrió en Trelew el fusilamiento de 16 prisioneros que habían intentado fugarse, acto de una violencia estatal también sin precedente. Por último, si se generaron movimientos armados que alteraron el orden público y atacaron a miembros de las corporaciones militares, éstas pasaron a crear campos de concentración-exterminio para desarrollar una política sistemática de desaparición de personas, no sólo de las organizaciones armadas sino de todo tipo de disidencia, con todas las secuelas que ya conocemos.



3. La lucha armada surgió como respuesta a una estructura de poder ilegítima, en un contexto de descrédito general de la democracia. Si bien existen antecedentes de organizaciones armadas desde 1962 e incluso desde 1959, los grupos guerrilleros que operaron en los setenta se originaron con posterioridad a la Revolución Argentina de 1966, que decretó el agotamiento y muerte de la democracia. Es importante señalar que fue desde el Estado que se desechó la democracia y se hizo con el apoyo “táctico” de Perón, del ala vandorista del sindicalismo, de amplios sectores del radicalismo, en especial la corriente intransigente, de la Confederación General Económica, la Unión Industrial Argentina, la Sociedad Rural Argentina, la Iglesia Católica y los medios de comunicación; todos ellos coincidían en el agotamiento de una democracia que no había tenido oportunidad siquiera de nacer, entre golpes militares y proscripción de las mayorías. Si para los grupos dominantes, la democracia era un imposible sencillamente porque no tenían consenso, es importante señalar que tampoco gozaba de gran prestigio en el resto de la sociedad: para el movimiento peronista, representaba la bandera poco creíble esgrimida por los golpistas y represores de 1955 y para la izquierda en general, correspondía a una visión “liberal”, teóricamente “superada” por la propuesta socialista y las llamadas “democracias populares”. Así, todos coincidían en su cancelación, aunque por motivos diversos, pero el golpe de gracia institucional provino del propio Estado.



Los militares, ante la imposibilidad de obtener el apoyo popular que presuponen las democracias, impusieron un nuevo modelo de tipo corporativo y una sociedad más disciplinada para establecerlo. “La ideología de la Revolución Argentina significó la proyección sobre el Estado y la sociedad de los valores de la gran institución burocrática que es el ejército profesional” (Rouquié: 266). La disciplina social fue el resorte para instaurar un modelo económico de desarrollo industrial basado en la apertura al capital extranjero y en la reducción de los salarios y los derechos laborales. Los militares se lanzaron a la reorganización de la sociedad, prohibieron la política y se entrometieron en la vida privada estableciendo desde el largo permitido de las faldas hasta el de las barbas. Poco a poco se fueron gestando movimientos de oposición en el ámbito sindical, estudiantil y otros, que desembocaron en grandes movilizaciones de protesta, de corte insurreccional y violento, como el cordobazo, y que alimentaron a los grupos armados en formación. La política, desaparecida por decreto, reaparecía a pedradas y tiros. El general Onganía, antes de retirarse, instauró la pena de muerte, que nunca se aplicó, pero que preanunciaba la escalada de violencia. Fue en este contexto que se dio la aparición de los grupos guerrilleros que operaron principalmente en los años setenta: FAP en 1968 con una guerrilla rural que no prosperó, Montoneros en mayo de 1970 con el asesinato del general Aramburu, FAR en julio de ese año con la toma de la localidad de Garín, mismo mes y año en que se dio la constitución formal del ERP y la primer operación pública de las FAL.



El hecho de que la llamada Revolución Argentina fuera un gobierno de facto, sin legitimidad formal alguna, alentó la idea de que disputarle el monopolio de la violencia era un hecho políticamente aceptable. La crisis económica, la agitación social y la cerrazón política promovieron un nivel creciente de violencia y el accionar de una guerrilla activa, con escasos vínculos con la estructura política formal pero con un considerable grado de simpatía y aceptación por parte de diferentes sectores.



4. La vinculación de los grupos armados con el movimiento peronista les permitió salir del aislamiento “foquista”, entrar al juego propiamente político y experimentar una expansión y un arraigo poco frecuentes en los grupos armados. El reconocimiento de la guerrilla como una “juventud maravillosa”, por parte del general Perón, le abrió el acceso a un movimiento de masas, amplio, vital y contradictorio; apenas entonces los grupos armados peronistas –en particular FAR y Montoneros- probaron las mieles de la política, el contacto abierto con los sectores de base de un movimiento amplio, la movilización callejera legal y multitudinaria. Tal vez esta inserción dentro de un movimiento de gran arraigo popular fue la peculiaridad de las organizaciones armadas argentinas que les permitió vincularse bastante estrechamente con sectores sociales importantes y numerosos.



5. El peronismo fue, a la vez, la puerta de acceso a la política, la prueba de fuego y la trampa mortal. Si la declaratoria de “juventud maravillosa” y la participación en la campaña electoral de 1973 fueron una gigantesca puerta de acceso al movimiento peronista, ello también implicó la entrada a un universo extraordinariamente complejo y opaco. La diversidad de grupos internos, los conflictos y la forma de resolverlos, siendo brutales y violentos, no se remitían a una lógica simple, frontal, de amigo-enemigo sino que reclamaban de las astucias de la alianza, la simulación, la paciencia, la traición; en este sentido, la pertenencia al movimiento fue una verdadera “prueba de fuego” política, que las organizaciones no superaron demostrando incapacidad para dialogar, negociar y aceptar la posibilidad de perder o ganar, propias de la apuesta política. El aferramiento a la potencialidad del peronismo como movimiento nacional popular impidió valorar adecuadamente el peso de las corrientes contrarias y sus acuerdos previos y posteriores con el general Perón. Tampoco se supieron decodificar las señales que indicaban una pérdida de apoyo de Perón, desde el momento mismo de su retorno y los acontecimientos de Ezeiza, en junio de 1973, o bien se intentaba remontar el hecho a partir de actos de fuerza, como el asesinato de Rucci en septiembre de 1973, lo que descolocó aún más a las organizaciones. La separación creciente del gobierno, nacido de un amplísimo consenso, fue generando aislamiento político que se enfrentó con una mayor radicalización, lo que agravó el problema en lugar de atenuarlo. La confianza en el potencial “político” de las armas, proveniente de la antigua visión foquista y reforzada luego por Perón, por el movimiento, por el aplauso de vastos sectores sociales, por el rápido ascenso de su protagonismo político en la coyuntura electoral, los llevó a pensar que las armas los sacarían de este nuevo atolladero. Apostaron a ellas y perdieron la batalla política dentro del peronismo. La distancia y la ruptura de hecho con el movimiento fue sólo el primer paso de su aniquilación, iniciada desde el propio gobierno peronista. La consigna de la eliminación fue previa al golpe militar de 1976 y provino de sectores del peronismo ligados con personal de las fuerzas de seguridad, que formaron la AAA desde fines de 1973, antes de la muerte de Perón.



Las organizaciones guerrilleras no peronistas sencillamente no entraron al juego propiamente político y se mantuvieron en la lucha clandestina y violenta prácticamente sin interrupción, lo que las aisló del proceso y facilitó su temprano aniquilamiento. En enero de 1974, después del intento de copamiento de la guarnición militar de Azul por parte del ERP, Perón declaró que “aniquilar cuanto antes a ese terrorismo criminal es una tarea que compete a todos los que anhelamos una patria justa, libre y soberana” (De Riz: 107). El mensaje, sin un destinatario directo, advertía a cualquiera que quisiera oír. La decisión estaba tomada: toda acción violenta se consideraría terrorista y el procedimiento a seguir sería su aniquilación. La muerte de Perón, poco después de la ruptura abierta con Montoneros el 1 de mayo de 1974, no hizo más que acelerar lo que ya se había puesto en marcha desde antes: la aniquilación, por cualquier vía, de los grupos armados y sus entornos. Por fin, el golpe de Estado de 1976, liberado de cualquier acuerdo político, incluso con la derecha del peronismo, convirtió en práctica de Estado la eliminación y desaparición no sólo de los grupos armados o radicales y sus entornos sino de toda disidencia.



6. Los movimientos armados de los años setenta no fueron terroristas; guerrilla urbana y terrorismo no son sinónimos. El terrorismo se caracteriza por tratar de generar terror social con el objeto de producir una parálisis tal que le permita imponer una determinada política. Para ello desata actos de violencia que debe ser indiscriminados, de manera que cualquiera pueda sentirse blanco de los mismos. El ataque a un enemigo militar es la figura de la guerra; el ataque a un enemigo de clase es la revolución, pero si ese “enemigo” es suficientemente difuso, la lucha en su contra puede alcanzar a cualquiera. Este es el instrumento privilegiado del terrorismo que, por lo mismo, se lanza de manera indiscriminada y hace blanco principalmente sobre población civil. Las organizaciones armadas argentinas no realizaron ataques de este tipo. Sus acciones se orientaban principalmente a obtener recursos económicos y militares, realizar propaganda armada mediante repartos de alimentos, medicinas y otros bienes, asesinar a miembros del aparato represivo, en particular involucrados en la represión y la tortura. Sobre todo en la primera época, previa a 1973, existía un especial cuidado en la planificación militar de las operaciones armadas, con el objeto de evitar cualquier daño sobre civiles. La colocación de explosivos, por lo regular, se realizaba con fines de propaganda y cuidando que no hubiera víctimas. Las formas de la violencia recrudecieron a partir del enfrentamiento con la AAA y, ciertamente, se hicieron más indiscriminadas, pero siempre sobre personal represivo, aunque de rango y responsabilidad menores. Hubo operativos que, siendo contra miembros de las Fuerzas Armadas involucrados en la represión, alcanzaron sin embargo a inocentes, como fue el caso de la hija del Almirante Lambruschini, pero existió sólo un par de operaciones militares –realizadas con posterioridad al golpe de 1976- que podrían considerarse francamente terroristas, ya que cobraron indiscriminadamente la vida de civiles. Creo que es importante hacer esta distinción porque considerar cualquier accionar armado como terrorista es una forma de desechar, sin más trámite, a la mayor parte de los procesos revolucionarios de la historia y a muchas de las formas de resistencia.



7. La derrota de las organizaciones armadas fue política primero y militar después, no a la inversa. La base de la derrota política fue la incapacidad de convertir la construcción del socialismo en una opción para la sociedad -en el caso de las organizaciones trotskistas- o en una corriente dentro del peronismo, bajo la versión del socialismo nacional proclamado por Montoneros –en el caso de las organizaciones peronistas-. Esta derrota se inscribió en una derrota continental de todo proyecto alternativo, armado o no, forzada por la intervención norteamericana. Así se arrasó desde el socialismo pacífico de los chilenos a la revolución triunfante sandinista. Sin embargo este hecho no debe impedir que se analicen las ineptitudes propias de cada proceso nacional. En el caso de las organizaciones armadas argentinas existió una gran incapacidad para pensar políticamente y luchar en ese terreno, cuando las condiciones no sólo lo permitían sino que lo exigían, en el contexto del gobierno peronista, que contaba con el apoyo electoral de más de 60% de la ciudadanía. La simpleza del análisis, la ingenuidad en la valoración de la figura de Perón y el peronismo, el error de evaluación de la relación de fuerzas a nivel nacional y dentro del peronismo fueron algunos de los factores que llevaron a dilapidar un apoyo y un capital político nada despreciables. El aislamiento político de la guerrilla fue promovido por la acción violenta de los grupos paramilitares, pero había sido propiciado antes por la incapacidad política de las organizaciones para lidiar en las arenas movedizas del peronismo sorteando y frenando la violencia. Podría decirse que primero ocurrió el aislamiento político, a causa del deslizamiento del foco político al militar en la disputa por la relación de fuerzas dentro del movimiento peronista. Desde ahí lo que se observa es una falta de política, es decir una “falta política”, que se potenció con la escalada represiva y que tuvo una importancia clave en el proceso de aniquilamiento.



8. La causa de la derrota no fue vincular lo político con lo militar sino reducir lo político a lo militar. Las organizaciones armadas perdieron el eje político en su relación con la sociedad, en la lucha dentro del movimiento peronista y en el debate interno. No fueron capaces de hacer de la consigna “socialismo nacional” una propuesta concreta y viable. No supieron reconocer su debilidad dentro del peronismo, una vez pasado el periodo electoral, para buscar alianzas que les permitieran eludir la confrontación y la provocación de una derecha feroz, acostumbrada a la violencia y cercana a Perón, es decir, no supieron defender el lugar que habían ganado dentro del movimiento peronista. Tampoco fueron capaces de escuchar las voces de alerta desde dentro mismo de las organizaciones. Por el contrario, incrementaron su accionar militar –inaceptable en el contexto de un gobierno emanado de la voluntad popular- para tener presencia política, exaltaron su condición de grupo armado dentro de un movimiento de masas y disciplinaron el desacuerdo interno convirtiendo en enemigos a parte de sus propios compañeros, es decir, redujeron la política a su dimensión coercitiva, extraviándola.



9. La militarización interna llevó a reproducir el autoritarismo que se pretendía combatir. El énfasis creciente en lo militar llevó de la noción de una fuerza político militar irregular a la idea de constituir un Ejército y un Partido, institucionales, jerárquicos, disciplinados, a imagen y semejanza del Estado, siempre el Estado. Se podría decir que ocurrió un deslizamiento de pelear contra el Estado a convertirse en un émulo del mismo para reemplazarlo. Aunque un émulo grotesco, dada la debilidad comparativa, predominaba una lógica estatal, impositiva, disciplinaria. Para colmo, las supuestas condiciones de guerra, declaradas tanto por la guerrilla como por las Fuerzas Armadas, fueron la justificación de la toma de decisiones verticales y la implantación de una conducción vitalicia -que sólo se relevaba por la muerte de sus miembros-, sin valoración alguna de los errores políticos constantes y sucesivos, que no han reconocido ni siquiera a la fecha. El énfasis en la lucha armada había enquistado en las conducciones a los que sobresalían por sus virtudes guerreras que, como se vio en la reflexión de Debray, se esperaba que desarrollaran virtudes políticas semejantes, pero esto no ocurrió. De manera que las limitaciones políticas de la mayor parte de los miembros de la conducción, su condición de vitalicia y el disciplinamiento de todo desacuerdo –que ciertamente existía- impidieron una selección más adecuada para el liderazgo de los tiempos difíciles. Cabe señalar que este proceso es similar al que se reporta en muchos otros grupos armados latinoamericanos, por lo que habría que revisar si la asociación entre lo militar y lo autoritario es o no indisoluble y bajo qué circunstancias.



10. En lugar de utilizar el recurso de las armas como instrumento para detener la violencia estatal, los grupos guerrilleros alimentaron la espiral de violencia hasta que ésta terminó por destruirlos. Pretender que la violencia es algo ajeno a la política parece ser una afirmación por lo menos discutible. No se trata de la bondad o maldad de la violencia sino de su presencia de hecho en las relaciones de poder y dominación. Sin embargo, hay distintos vínculos con ella. Una primera distinción que se podría hacer entre la violencia estatal y la que podríamos llamar resistente consiste en que la primera pretende mantener un monopolio de la fuerza para incrementar más y más su uso efectivo o potencial; por eso el Estado se arma y se informa de manera interminable. Por el contrario, la violencia resistente se usa para cortar el monopolio de la violencia como una forma de reducirlo pero no para apropiárselo sino para restringir toda violencia, para abrir las otras vías de la política, como el discurso y la comunicación. En la violencia resistente hay un “forzaje”, pero es un “forzaje” para abrir el diálogo y el acuerdo. Los grupos armados argentinos no supieron hacer esto y ante cada situación de violencia “forzaron” pero no hacia la desactivación del uso de la fuerza sino hacia un incremento del mismo. Tampoco supieron retirarse de los espacios perdidos y permanecieron en ellos exponiéndose de manera prácticamente suicida. La “espiral de violencia”, como una especie de tornado, se traga primero y antes que nada al más débil. Entre la insurgencia y el Estado, puestos a desafiarse en el terreno de la fuerza, gana el Estado. Sólo hay un lugar desde el que la insurgencia puede triunfar y éste es la lucha política. Los cubanos no le ganaron a Batista por su potencial militar, le ganaron políticamente. Si la insurgencia usa la violencia para abrir una lucha política cancelada (como ocurría durante la Revolución Argentina) y luego gana la lucha política tiene posibilidades; en caso contrario, su derrota es un hecho.







Marcas de la violencia



Transitar del análisis de las formas violentas de la política a las actuales no es asunto sencillo. Creo que hay que empezar por hacer distinciones. El proceso vivido entre 1976 y 1983 tuvo peculiaridades que lo diferencian de cualquier otro en la historia argentina, antes y después. Cerró una etapa (la de protagonismo de las Fuerzas Armadas y el desarrollo de la visión guerrera de la política) pero también abrió otra (la de una sociedad fragmentada y fuertemente marcada por la penetración neoliberal-global). Quiere decir que el periodo posterior reconoce rupturas y continuidades con respecto a los años de la dictadura; lo nuevo y lo viejo se superponen.



¿Qué inició en los años setenta, qué es lo nuevo a partir de entonces? La actual reorganización de la hegemonía planetaria, como hegemonía global. La implantación del nuevo modelo económico neoliberal y la reducción de las funciones económicas y sociales del Estado para dar completa libertad de movimiento al mercado se iniciaron en la periferia. Primero fue Pinochet y luego Reagan, pero el modelo se había ideado no en Santiago de Chile sino en Chicago. Uno de los rasgos sobresalientes de esta reorganización es el desplazamiento de la centralidad del Estado.



Las guerras sucias fueron el recurso para impedir políticas alternativas que cerraran el paso al nuevo modelo de acumulación, vital para la preservación del sistema. Impusieron por la fuerza, en las naciones latinoamericanas, lo que a partir de entonces han seguido imponiendo en el mundo entero. En este sentido, no en otros, Menem no fue algo nuevo sino la consumación de la política de las Juntas.



Hay que entender el desconcierto de los militares ante el hecho de ser juzgados después de haber triunfado militar y políticamente. Lo paradójico del asunto recuerda a aquella recomendación que hacía Maquiavelo al Príncipe en el sentido de que, cuando alguno de sus subordinados cometiera actos crueles en su nombre, se deshiciera luego de él, usando un castigo ejemplar. De esa manera el beneficio resultaría doble: haber logrado la ejecución de la violencia y desentenderse de su responsabilidad. Aquí ha pasado algo similar. La mayoría de las actuales “democracias” promovidas por Estados Unidos navegan sobre aquella sangre desentendiéndose del costo.



De la misma manera que se ha impuesto un modelo único para las economías, diseñado y monitoreado por los organismos globales, se ha impuesto un modelo político basado en democracias “abiertas”, es decir dóciles. Pero las democracias que se promueven y la mayor parte de las que existen en América Latina luego de la “transición” alentada por los países centrales no son más que nuevas formas de oligarquía, en el sentido más estricto del término; es decir, gobierno de los ricos para los ricos.



Eduardo Saxe Fernández define de la siguiente manera a lo que llama las nuevas repúblicas oligárquicas latinoamericanas:



En lo económico las caracteriza por estar orientadas al mercado externo, beneficiar al capital corporativo transnacional, subordinarse a las agencias financieras internacionales y tener una redistribución regresiva del ingreso que incrementa la polarización, de por sí alarmante, del continente.



En lo social, por incrementar todas las formas de exclusión, como efecto de la redistribución regresiva y de la privatización de lo público, mediante corporaciones, realizando una verdadera expropiación social en beneficio de los grandes capitalistas. La exclusión de la cultura y la educación facilita la manipulación y la escasa participación política. A su vez, incrementa la violencia social, como violencia estructural, que se “conceptualiza” como delincuencia.



En lo político, el autodesmantelamiento del Estado, además de una transferencia de recursos efectúa una desaparición de lo público. Los administradores del aparato estatal se convierten en garantes de los negocios y hacen sus propios negocios. El tráfico de influencias y la corrupción dejan de ser una disfunción para convertirse en variables estructurales. Las elecciones se convierten en procesos mediáticos, que presentan opciones restringidas a quienes acceden a él -siempre ricos- para legitimar relativamente a los gobernantes.



Aunque hay intentos importantes por separarse de este modelo, y creo que el gobierno del Presidente Kirchner es uno de ellos, estas democracias oligárquicas son las que se promueven y felicitan y son las que probó Argentina después de la dictadura militar. Corporativas y privatizadoras son contrarias al principio ciudadano que, supuestamente, organizaría estos nuevos tiempos. Se contraponen con lo público y no son estadocéntricas, en la medida en que el Estado deja de constituir un principio de universalidad para convertirse en instrumento de la oligarquía gobernante y sus negocios. Si hay una palabra que las define, esa palabra es mercado.



Pese a todo ello, se podría decir que representan una ganancia: no hay violencia. En efecto, las sociedades latinoamericanas parecen hoy relativamente pacificadas. Sin embargo, valdría la pena hacer algunas precisiones: 1) La pacificación política de las actuales “democracias” se asienta en la violencia sin precedentes de las dictaduras. 2) La aplicación del modelo neoliberal implica una violencia sorda que se expresa como exclusión social. 3) Una de las formas más violentas de la exclusión, en nuestras sociedades, es la construcción de la delincuencia como alternativa de vida para los marginados, que obliga a cada vez mayor número de personas a subsistir en la más completa inseguridad y sometida a la violencia brutal de corporaciones públicas y privadas. 4) El ataque a la delincuencia mediante el incremento de las penas, genera un crecimiento aceleradísimo de la población carcelaria, en su mayoría perteneciente a los sectores socialmente marginados, lo que hace que el número de personas sometidas a encierro en las sociedades “democráticas” se multiplique de manera veloz y constante.



El actual orden global ha declarado dos enemigos: el delincuente y el terrorista, que por otro lado se suelen asimilar uno al otro. Sobre ellos el Estado deja caer toda su violencia abierta, no potencial, no simbólica sino estrictamente física y destructora. Baste revisar los nuevos sistemas penitenciarios, en particular las prisiones de alta seguridad, para comprender que se trata de maquinarias de destrucción y depósito de sujetos desechados socialmente. Este tipo de cárceles se multiplican rápidamente en toda América Latina.



El tratamiento de los terroristas es aún más atroz. El campo de concentración de Guantánamo no tiene nada que envidiar a cualquiera de las instituciones de concentración-exterminio del siglo XX y está allí para recordarnos que, en plena “democracia”, no se abandonan esas prácticas. Si el delincuente entra en un mundo regido no por la ley, sino por las corporaciones ilegales, el terrorista entra en un mundo fuera del mundo, del derecho y hasta de cualquier existencia. Ni siquiera se sabe quiénes están internados en Guatánamo ni en qué otros lugares funcionan instituciones semejantes, aunque sabemos que existen.



Pero tal vez uno de los signos más alarmantes de nuestro tiempo es que, dadas estas condiciones, “naturalmente” aceptadas por la mayor parte de los países del orbe, se insista ahora en caracterizar como terrorista cualquier forma de oposición violenta a un Estado que es, el mismo, tan extraordinariamente violento. De manera que Al Qaeda, los grupos nacionalistas palestinos, la guerrilla colombiana e incluso algunos grupos altermundistas, se definen como terroristas (es decir fuera de todo derecho), sin diferenciación alguna. Incluso los medios de comunicación, con su habitual ligereza en la caracterización de los fenómenos, no vacilan en calificar de terrorista cualquier acción violenta de las organizaciones sociales, como el corte de vías de acceso o el sabotaje. Es sorprendente también la facilidad con que sectores de la sociedad civil “delincuencializan“ la protesta social.



En un discurso fácil, se afirma que en el mundo actual se ha pasado del modelo del revolucionario violento y alucinado al del ciudadano pacífico que dialoga. Se desecha de un plumazo la violencia de la política como inadecuada. Pero resulta que la violencia está allí, en la política estatal, más clara y nítida que nunca, como guerra a nivel internacional, como represión a nivel de las naciones. En consecuencia, parecería ser que la asimilación de toda violencia social con la delincuencia y de toda violencia resistente con el terrorismo no es más que una forma de desechar e invalidar aquellas formas de violencia que no provienen del Estado, garantizando y legitimando las que emanan de él, como puro orden y aplicación del derecho vigente.



Tal vez esta condena radical a cualquier forma de violencia resistente, la casi prohibición de hablar de ella, sea parte de una memoria, que se dispara a partir de las marcas terribles que dejó en nuestra sociedad, una memoria del poder, de su impunidad, del miedo, que reaparece en la prohibición absoluta de cualquier práctica que cuestione el derecho monopólico del Estado a ejercerla.



No pretendo, de ninguna manera, hacer un llamado a las prácticas violentas. Todo lo contrario, y menos aún en el caso especifico de Argentina, que ensaya hoy nuevas alternativas políticas. La experiencia que he tratado de analizar y criticar de la lucha armada en Argentina muestra los terribles costos que esa opción tuvo, y que se nos hacen aún más presentes frente a los restos de nuestros muertos.



Sin embargo, eso no puede llevarnos a desconocer el componente violento de la política global y de las resistencia que se le oponen, nos guste o no. Tal vez lo que la experiencia pueda enseñarnos es que cualquier violencia resistente debe tener como objetivo desacelerar y, si es posible, detener la violencia en lugar de potenciarla; se dice fácil, como principio, pero no parece ser tan fácil de manejar. Sin embargo, los nuevos movimientos altermundistas y, entre ellos el zapatismo, intentan explorar este camino como una posibilidad verdaderamente incierta. También intentan renovar la política con la mirada puesta más allá o más acá del Estado, pero no en él. Y parte de esta renovación comprende el restablecimiento de los vínculos entre ética y política que la modernidad erosionó, y que nos recuerdan otras formas de poder, de no poder y de no querer poder. Conjugar el “forzaje”, el discurso, el diálogo, el juego y la comunicación en una apuesta fuerte, que reivindique la acción política en el sentido de lo común, y que no se mire en el espejo del Estado podría ser parte de la apertura a lo completamente nuevo haciendo memoria desde las marcas del pasado.


Bibliografía

Actis, Munú, Cristina Aldini, et al., Ese infierno, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2001.

Arendt, Hannah, La condición humana, Buenos Aires, Paidós, 1993.

Benjamín, Walter, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid, Taurus, 1991.

Berlanga, José Luis, La creatividad política en Hannah Arendt, tesis de maestría, BUAP, 2005.

Carnovale, Vera, “El concepto del enemigo en el PRT-ERP”, Lucha armada, Buenos Aires, año 1, núm. 1, 2005.

Debray, Régis, “¿Revolución en la revolución?”, Lucha armada, Buenos Aires, año 1, núm. 1, 2005.

De Riz, Liliana, Retorno y derrumbe, el ultimo gobierno peronista, México, Folios, 1981.

Guglielmucci, Ana, “Reseña de Mujeres guerrilleras”, Lucha armada, Buenos Aires, año 1, núm. 1, 2005.

Hobsbawm, Eric, Historia del siglo XX, Barcelona, Editorial Crítica, 2001.

Rouquié, Alain, Poder militar y sociedad política en la Argentina, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.

Saxe Fernández, Eduardo, La nueva oligarquía latinoamericana, San José de Costa Rica, Euna, 1999.