martes, 3 de marzo de 2009

ABURRIMIENTO Y SOCIEDAD DE CONSUMO


“Shopping is much more american than thinking” (Andy Warhol)

Ningún crítico de la sociedad de consumo con media neurona condenaría al consumo “por sí mismo”. Necesitamos consumir para vivir: oxígeno, alimentos, vivienda... Tampoco se puede negar que en una sociedad capitalista la falta de dinero dificulta muchísimo el bienestar. Digamos que cierto equilibrio entre deseo y realización se vuelve enormemente jodido si uno no tiene un mango.

Personalmente disfruto mucho del DVD, la computadora con conexión a Internet, el placer de estar rodeado de libros y discos o disfrutando un buen asado con la gente que quiero. En este sentido, no resulta descabellada la afirmación del etnógrafo Daniel Miller cuando dice: “cuando los antropólogos trabajamos con tribus en Nueva Guinea, por ej., no tenemos problema en ver la importancia que esta gente le daba y le da a los objetos materiales, simplemente asumimos que los objetos materiales son simbólicos y que representan valores morales o religiosos para ellos. Pero al verlos en las sociedades occidentales todos tendemos a caer en el lugar común de condenarlo, cuando la única diferencia entre nosotros y esas tribus es que tenemos una mayor cantidad de objetos”.

Es evidente que le damos a los objetos valor simbólico, y que forman parte de nuestra identidad, nuestros recuerdos y vivencias. Tampoco se está diciendo que muchas de las características que les podemos adjudicar a la sociedad de consumo sean monopolio exclusivo de la misma. Para evitar confusiones, diré que de ningún modo aludo a lo que -pelotudamente, justo es decirlo- pseudo intelectuales como Alejandro Rozitchner denominan "pobrismo"; ni tengo una visión pastoral o romántica de la pobreza.

Lo que sí creo es que cierta sensación de “no sé lo que quiero pero lo quiero ya e inmediatamente”; cierta oscilación entre la ansiedad y el aburrimiento, vendría a ser un estado ya no exclusivo de la niñez y la adolescencia, sino que se está extendiendo a toda la sociedad sin distinción de edad ni estatus socioeconómico.

Parece obvio que la publicidad en los medios masivos tiende a sumergirnos a todos en ese mismo estado de “inmadurez” como sociedad que hace que en ese sentido todos seamos un poco niños que no saben del todo a dónde se dirigen pero que quieren llegar lo más pronto posible.

Como dijo Pessoa hace más de 60 años:

“La lentitud de nuestra vida es tal que no nos consideramos viejos a los cuarenta años. La velocidad de los vehículos nos ha quitado la velocidad de nuestras almas. Vivimos muy lentamente, y ésa es la razón por la que nos aburrimos tan fácil. La vida se ha tornado un campo para nosotros. No trabajamos lo suficiente y fingimos que trabajamos demasiado. Nos movemos muy rápido desde un punto en donde nada se hace hasta otro donde no hay nada que hacer, y llamamos a esto la prisa febril de la vida moderna. No se trata de la fiebre de la prisa, sino de la prisa por la fiebre. La vida moderna es un ocio agitado, un apartarse agitado del movimiento ordenado”.

¡Y DICEN QUE SOY ABURRIDO!

Daría la impresión de que ser “aburrido” es uno de los pecados mortales de nuestra sociedad (el otro sería no responder a cierto estereotipo de belleza, presión que fundamentalmente sigue recayendo sobre la mujer). ¿Cuántos menos crímenes se cometerían si no existiese un miedo tan desmedido hacia el aburrimiento?


El diálogo de conventillo es fruto, básicamente, de: a) no tener tema de conversación; b) el temor a aburrirse.


Al decir del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, en su Vida de consumo:

Una de las características más comentadas de la sociedad de consumo es el enaltecimiento de la novedad y la degradación de la rutina. Los mercados de consumo descuellan a la hora de desmantelar las rutinas existentes e impedir la implantación y el arraigo de otras nuevas, con excepción de ese breve lapso de tiempo necesario para vaciar los depósitos de los elementos creados para sostenerlas. Esos mismos mercados, sin embargo, logran un efecto todavía más profundo: para los miembros adecuadamente entrenados de la sociedad de consumidores, cualquier rutina y cualquier cosa asociada a conductas rutinarias (monotonía, repetición) se tornan insoportables; de hecho, invivibles. El “aburrimiento”, la ausencia e incluso la interrupción temporaria del perpetuo flujo de novedades que llaman la atención, se convierte en una pesadilla odiada y temida por la sociedad de consumo.

(…) Los que no pueden actuar sobre la base de esos deseos inducidos, gozan diariamente del deslumbrante espectáculo que ofrecen quienes sí pueden hacerlo. El despilfarro consumista, se les dice, es el signo del éxito, una autopista que conduce directamente al aplauso público y la fama. También aprenden que poseer y consumir ciertos objetos y vivir de determinada manera son requisitos necesarios para ser felices; y como “ser feliz” se ha transformado en la marca de la decencia humana y el único título merecedor de respeto, tiende a convertirse también en condición necesaria de la dignidad y la autoestima humanas. “Estar aburrido”, además de hacernos sentir incómodos, se transforma en un estigma vergonzante, signo de negligencia o de derrota que puede hundirnos en un estado de depresión aguda así como conducirnos a una agresividad socio y psicopática. (…)

Si el privilegio de “no aburrirse nunca” es el parámetro de una vida exitosa o incluso de la decencia y felicidad humanas, y si un consumo intenso es el camino principesco y principal que conduce a la derrota del aburrimiento, entonces hemos quitado todo tope a los deseos humanos: por cuantiosas que sean las adquisiciones gratificantes y las sensaciones tentadoras, es improbable que alguna de ellas nos brinde la satisfacción que en el pasado se nos prometía si “estábamos a la altura de los estándares”. Hoy por hoy no existen estándares que alcanzar, o mejor dicho, estándares que, una vez alcanzados, puedan refrendar con algún grado de autoridad el derecho a ser aceptados y respetados, y garantizar ese derecho en el tiempo”.

Otro punto que me parece curioso es el concepto de “publicidad engañosa”. ¿A qué carajo se alude con eso? Todo el mundo sabe que el marketing se basa en fomentar una necesidad que el consumidor, previamente, no tenía. ¿Cómo lograr eso sin recurrir a cierto tipo de mentira? La publicidad se torna superflua toda vez que un vendedor comercia con un comprador que realmente necesita el producto. ¿Qué es el yogurt con biopuritas? ¿Qué son los granbys verdes y azules?

Para seguir leyendo:

http://dialogandodemiconmigo.blogspot.com/2009/03/simone-weil-y-la-desgracia.html

domingo, 1 de marzo de 2009

SIMONE WEIL Y LA DESGRACIA

Leyendo la prosa clara y radical de Simone Weil, me pregunto cuál es la razón por la cual tantos académicos le otorgan tanta importancia a pensadores como Heidegger y se olvidan de alguien como ella. Su pensamiento inclasificable no puede asirse (pese a que su lenguaje es transparente –casi cartesiano), y quema a todo aquel que se acerque a sus ideas, a su carácter místico, a su compromiso moral. No fue comprendida ni por la izquierda, ni por la derecha, ni por el cristianismo ni por aquellos a quienes va dirigido su discurso: los desgraciados, los olvidados del sistema. Hoy, que tanta falta hace, la sociedad de consumo y el shopping que combate contra el thinking posiblemente tampoco serán ambientes propicios para aprender a escucharla.

Por ahora me pintó citarla:

“El gran enigma de la vida humana no es el sufrimiento, es la desgracia (…). Los que han recibido uno de esos golpes, tras experimentar los cuales un ser se debate en el suelo como un gusano medio aplastado, no tienen palabras para expresar lo que les sucede. Entre las gentes que encuentran, aquellos que, incluso habiendo sufrido mucho, no han tenido un contacto con la desgracia propiamente dicha, no tienen ninguna idea de lo que es. Es algo específico, irreductible a cualquiera otra cosa, como los sonidos de los que nadie puede dar idea a un sordomudo. Y los que han sido mutilados por la desgracia no están en situación de socorrer a nadie y son casi incapaces de desearlo. De manera que la compasión hacia los desgraciados es una imposibilidad. Cuando verdaderamente se produce, es un milagro más sorprendente que el andar sobre las aguas, la curación de los enfermos e incluso la resurrección de un muerto. (…)

Hay una alianza natural entre la verdad y la desgracia, porque una y otra son suplicantes mudas, eternamente condenadas a permanecer sin voz entre nosotros (…) Es la situación de extrema y total humillación la que es también condición del paso a la verdad. Es una muerte del alma… Escuchar a alguien es ponerse en su lugar mientras habla. Ponerse en lugar de un ser, cuya alma está mutilada por la desgracia, o en peligro inminente de estarlo, es aniquilar la propia alma. Es más difícil que lo que sería el suicidio para un niño encantado de vivir. Así, los desgraciados no son escuchados. Están en la situación en que se encontraría aquel a quien se hubiera cortado la lengua y que, por un momento, lo hubiera olvidado. Sus labios se mueven y ningún sonido llega a los oídos. Ellos mismos quedan rápidamente afectados por la impotencia de utilizar el lenguaje ante la certeza de no ser oídos”, y por esto es por lo que “no hay esperanza para el vagabundo que está de pie ante el magistrado. Si a través de sus balbuceos brota algo desgarrador que atraviesa el alma, no será escuchado ni por el magistrado, ni por los circunstantes. Es un grito mudo. Y los desgraciados entre ellos son casi siempre también sordos, los unos para los otros. Y cada desgraciado, bajo la presión de la indiferencia general, trata, mediante la mentira o la inconsciencia, de hacerse sordo a sí mismo”.

El espíritu de justicia y de verdad no es otra cosa que una cierta especie de atención, que es la del puro amor”.