Con frecuencia, uno no escribe
sobre lo que conoce sino sobre aquello que ignora y le gustaría saber. Lo dije
más de una vez: mis conocimientos en economía, como en tantas otras cosas, son
deficientes. Por eso voy a asaltar a mano armada las ideas del tano Sartori, aunque el tipo sea politólogo y no economista.
En un post anterior corté y pegué una reflexión medio "troskolandia". Por eso es que ahora voy a exponer lo que dice un liberal, "paemparejá" (?).
Eso sí, antes de exponer las síntesis sartorianas, tenía ganas de decir dos cositas sobre la concepción que nuestras élites tienen del capitalismo. Al respecto, me gusta recurrir a una cita de Gino
Germani: "cuando se introducen elementos de modernización en sociedades
tradicionales, terminan por fomentar conductas tradicionales".
Oscar Terán lo ilustra con un ejemplo histórico: "la exitosa articulación de la Argentina de fines del siglo
pasado en el mercado capitalista mundial era un signo de modernización. Pero
colocada ella en un sector latifundista que no tenía una moral productiva,
terminó por reforzar una moral señorial, de señores de la tierra que no se
dedicaron a la acumulación capitalista sino a tirar manteca al techo, al
consumo suntuario".
Recordemos que la expresión “tirar
manteca al techo”, aparentemente, se originó a principios del siglo XX, cuando los jóvenes conchetos de la alta
sociedad porteña iban de putas a los cabarets de París; ahí gastaban fortunas y se
divertían usando los cubiertos para tirar manteca y pan al cielo raso, compitiendo para ver quién lograba dejar el alimento pegado sin que cayera al suelo.
Según Roberto Alifano, autor de Tirando manteca al techo, la expresión
fue acuñada por “Macoco” de Álzaga Unzué:
“‘Lo de tirar manteca al techo es de moi, eso sí lo acuñe yo’, afirmó
Macoco, con una sonrisa.
—¿Por qué no explicás de dónde viene esa frase tan famosa? —le pregunté—.
¿Cuál es el origen de ‘tirar manteca al techo’?
—Viene del restaurante Maxim’s de París, donde yo invitaba a comer a
mis amigos. Resulta que en uno de los salones especiales había una pintura en
el techo, sin duda inspirada en Rubens, con unas valquirias de senos
prominentes y tentadores que sobresalían de los escotes. Una noche yo puse
manteca en el tenedor y empecé a tirarla
para ver si la embocaba entre las tetas de las mujeres de la pintura. Se armó
un torneo entre quienes me acompañaban. Todos los muchachos empezaron a tirar
manteca al techo…”
En síntesis: muchas veces,
nuestros males provienen más de nuestra clase “civilizada” que de la “bárbara”.
Dicho esto, comencemos:
Ayudados por Castoriadis podríamos hacer la siguiente
aclaración, que consiste en no confundir mercado con "mercado capitalista": en el mercado capitalista, los
precios no tienen mucho que ver con los costos; ni el mercado se parece a una
suerte de fluido etéreo que pasa inmediatamente de un sector de la producción a
otro porque es ahí donde pueden hacerse mayores beneficios. Los precios se
relacionan, esencialmente, con una relación de fuerzas.
¿O alguien piensa que
"elige" ver cine yanqui porque sus películas "se imponen por
mérito propio" al competir en un supuesto mercado libre? ¿Cuántas opciones
tiene el consumidor para no elegir a Windows como sistema operativo? No hay
verdadero argumento económico y racional que permita decir: “una hora de
trabajo de tal hombre vale tres veces más que la hora de trabajo de tal otro”.
¿Cuál es el argumento RACIONAL por el cual Messi “merece” cobrar varios
millones de dólares mientras un docente gana anualmente menos de lo que un
futbolista genial como él gana en un día? La distribución de los ingresos no es
más que una relación de fuerzas condicionada social e históricamente, y no
presenta una conexión causal universal y necesaria con el "mérito" ni
la "excelencia". Obviamente puede existir una relación con el mérito
o la excelencia, como ocurre en el caso de Messi; o no existir en absoluto:
como mayormente ocurre en el show de Ricardo Fort.
AHORA SÍ, AFANÉMOSLE A SARTORI
Lo que sigue es un refrito de
algo que escribió Sartori. No lo pongo entre comillas para no afear más la
explicación:
Evidentemente, la democracia es
un sistema político, mientras que el mercado y el capitalismo son sistemas
económicos. Según Sartori, los únicos sistemas en los que la economía funciona
son sistemas de mercado.
En 1776 Adam Smith vio en los
procesos económicos la intervención de una “mano invisible”. Desde ese momento, el mercado es entendido
como una mano variadamente corregida, turbada o contrastada, por las
intervenciones de la “mano visible”, es decir, del Estado.
Esto debe quedar claro: los
gobiernos siempre han intervenido en las cuestiones económicas. El mismo laissez faire fue el resultado de
intervenciones contra impedimentos a los cambios; la industrialización ha sido
sostenida, en muchos países, gracias a intervenciones proteccionistas, y los
Estados “liberadores” intervienen en el libre mercado para “liberarlo” de
pecados monopolistas y de otros males. Para Sartori, el mercado es un subsistema de la economía en su
conjunto. Nunca se ha pretendido que el sistema económico se someta por completo
a las leyes del mercado. Por lo tanto, cuando afirmamos que los nuestros son
sistemas de mercado, no entendemos que sistema económico y sistemas de mercado
sean correlativos. Las cosas que el mercado no atiende son muchísimas: para
empezar, existen “bienes públicos” que
no son ni pueden ser proporcionados mediante incentivos de mercado. Por otra
parte, siempre nos encontramos más expuestos a la acumulación de factores “exteriores”,
como la contaminación y la degradación del ambiente. ¿Quién paga? ¿Quién
soporta los costos de la descontaminación de un lago o de un río. También la
defensa nacional es un problema del Estado que el mercado no puede proveer por
sí solo.
El mercado es, más que nada, un subsistema del sector productivo que une
a los productores de los bienes (no necesariamente de los servicios) con los
consumidores de los bienes. Es importante recalcar que las realizaciones del mercado
siempre serán menos que óptimas y que cualquier mercado concreto será impuro o
no funcionará como nuestras simplificaciones mentales –tipos ideales, modelos o
esquemas- quisieran que funcionase.
Hay una cuestión que merece
considerarse: la obligación de que el mercado y su ley de concurrencia valen
para los peces chicos o medianos y no para las multinacionales y los
supercapitalistas. Los grandes, y sobre todo los grandísimos, pueden llegar a
controlar y darle la vuelta al mercado y así matar a la competencia.
Según Sartori, esa objeción no
distingue entre concurrencia
como estructura, es decir, como regla de juego, y concurrencialidad,
es decir, el grado de competitividad. Mientras las reglas del juego
permanezcan, el juego, aunque varíe, puede ser jugado a) muy competitivamente
(hasta los límites del suicidio), b) en el modo óptimo, c) poniendo fuera de
juego (cuando rigen los monopolios o subsisten los intocables). La
concurrencialidad sobrecalentada daña, pero no nos importa. El problema radica
en el otro extremo, el de la infracompetitividad, en una situación en la que no
existan concurrentes con posibilidades de competir. Para Sartori, no es cierto
que un monopolista pueda elevar los precios a su voluntad. Mientras opere ese
monopolio: en un sistema con estructura concurrencial (es un monopolio de
hecho, pero no de derecho) sus precios deben impedir siempre al concurrente
infracompetitivo convertirse en competitivo. Por lo tanto, la estructura
permanece operante, aun cuando no haya concurrentes: un paso en falso del
monopolista y aparecen de inmediato listos a salirse con la suya.
Orden espontáneo y mente invisible
Existen muchos órdenes
espontáneos, o bien, órdenes que se autorganizan. El sistema (subsistema) de
mercado está entre éstos. El mercado es enormemente flexible y está en continua
adaptación: no manifiesta –como siempre sucede con los “órdenes organizados”-
resistencias al cambio, ni mucho menos esclerosis y senilidad. El mercado nunca
ha envejecido; si acaso, ha madurado.
Lo importante es destacar que la expresión libre
mercado no tiene nada que ver con la libertad del individuo;
significa, simplemente, que el mercado está sujeto sólo a sus propios
mecanismos. Así, la cuestión es ¿cómo se relaciona un “orden libre” con la
libertad individual? La respuesta es que un orden espontáneo no es coercitivo
(cuando menos en le sentido en el que lo son los órdenes organizados) en cuanto
no es gestionado ni por personas singulares ni por un orden singular; es
espontáneo precisamente porque es autorregulado por sus propios feedbacks. Hasta aquí todo está bien.
Pero con frecuencia se sostiene una tesis más pretenciosa, es decir, que el
sistema de mercado promueve, cuando menos de hecho,
la libertad individual.
Ahora bien, el mercado es una estructura de alternativas, pero eso no
implica que todos los participantes de las transacciones de mercado sean
efectiva e igualmente libres para elegir. La libertad real de opción para consumir está en función de cuánta guita tengo.
Mi libertad real de opción para producir depende de tener más o menos de lo que
es necesario para emprender una producción.
Lo mismo puede decirse de la
libertad de cambio: los recursos (financieros u otros) pueden ser muy
desiguales.
La economía de mercado es
regulada cotidianamente por millones de decisiones individuales tomadas por
personas que están, seguramente, debajo de cualquier nivel mínimo de
información imperfecta. El productor individual tiene sólo necesidad de saber
si un cierto producto “tiene mercado” y si le es posible producirlo a un precio
igual o inferior al del mercado. Todo eso lo descubre, en el peor de los casos,
probando. Los órdenes organizados, para
funcionar, imponen altos costos de información y también de conocimiento. En
cambio, el orden de mercado no tiene necesidad de ser entendido (no implica
altos costos –niveles- cognoscitivos) y minimiza los costos de información. El
mercado no es sólo una mano invisible, sino también una mente invisible.
La maldad del mercado
Respecto de las sociedades que lo
han precedido, la necesidad de mercado ha sido profundamente igualadora: ha
desconocido las desigualdades de nacimiento y de clase y ha afirmado la
igualdad de oportunidad y de mérito.
Pero admitámoslo sin
fingimientos: el mercado es una entidad cruel. Según Sartori, su ley es la del
éxito del más capaz. Espera encontrar un puesto adecuado a cada uno y motivar a
los individuos a dar su máximo esfuerzo. Pero los desadaptados son expulsados
irremediablemente de la sociedad de mercado y condenados a morir o a sobrevivir
con otros recursos. ¿A quién o a qué se le imputa esta crueldad? ¿A un “individualismo”
exasperado y posesivo (nota: Sartori piensa en Macpherson)? Así se nos dice,
pero temo que la verdad radique en lo opuesto, que la crueldad del mercado se debe a una crueldad social, una crueldad
colectivista. El mercado es ciego frente a los individuos, es individualista y
daltónico, en cambio, es una máquina despiadada al servicio de la sociedad, es
decir, del interés colectivo.
Ocurre que en vez de hablar de
mercado, nueve de cada diez veces nos referimos al capitalista. Equivocadamente,
porque el verdadero protagonista del acontecimiento no es el capitalista. El
capitalista privado está en el
mercado, forma parte del mercado,
está metido en el interior del
mercado. Se enriquece mediante las leyes
del mercado, vale decir, por leyes que él no ha hecho y a las que debe someterse.
Tan es verdad, que así como las leyes del mercado lo enriquecen, en la misma
medida lo pueden arruinar de hoy a mañana. El mercado, recuérdese, es un orden
espontáneo no concebido o diseñado por alguien y, tanto menos, por los
capitalistas. No son los capitalistas los que han inventado el mercado, más
bien, e el mercado el que ha inventado a los capitalistas.
Por hoy dejamos acá, más adelante
posteo la segunda parte.