Este escrito no es mío, sino de Sebastián Etchemendy, profesor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad Torcuato Di Tella. Fue publicado en el Dipló de abril de 2012:
Los problemas de una visión cándida
LAS CONTRADICCIONES DEL "PROGRESISMO LIBERAL"
En forma creciente, y en buena
medida como resultado de su oposición al kirchnerismo, se ha ido consolidando
en Argentina una corriente de crítica y pensamiento político que se podría
denominar “progresista liberal”. Esta corriente presenta algunos tópicos
clásicos de la izquierda, como –por ejemplo-
un cuestionamiento a determinados poderes económicos y a la represión estatal a
las organizaciones populares, combinados, en grado variable, con postulados más
propios de la tradición política liberal: la denuncia contra la concentración
de poder institucional en la Presidencia, la marginación del Congreso en la
arena de toma de decisiones políticas y el poco respeto al funcionamiento
genuino del federalismo. Ejemplo de esta matriz de pensamiento que ha tomado
vigor este año lo constituyen intelectuales como Beatriz Sarlo. Quizá la
muestra más sucinta de esta postura se encuentre en el texto “Reflexiones sobrela desigualdad” firmado por Maristella Svampa y Roberto Gargarella. Estos dos investigadores, junto a Sarlo y otros, conformaron el grupo
Plataforma 2012. Asimismo, el más reciente agrupamiento de intelectuales y
periodistas contra el supuesto tinte nacionalista del renovado reclamo
argentino sobre Malvinas, que incluye a algunos de los mismos nombres (aunque
no a Svampa) parece abrevar en las mismas fuentes del progresismo liberal. En
este artículo señalo, basándome en razones históricas y teóricas, algunas
contradicciones importantes en esta cosmovisión política. Argumento que, más
allá de la coyuntura (y del kirchnerismo), en última instancia el progresismo
liberal alberga una visión muy cándida sobre la posibilidad de complementar la
tradición liberal con las corrientes políticas populares y de izquierda.
MEZCLA DE TRADICIONES
En el artículo mencionado, por
ejemplo, Svampa y Gargarella denuncias las desigualdades económicas imperantes
en materia de salud y educación entre las provincias argentinas, o de acceso
general a la vivienda, e impugnan la connivencia del gobierno actual con las
grandes empresas mineras, petroleras, exportadoras de granos y otras. En ese
texto se condena también la conocida violencia ilegal que ejercen muchas
policías provinciales. Al mismo tiempo, sin embargo, Svampa y Gargarella
señalan cuestionamientos más generales típicos del recetario político liberal,
como la “inédita concentración de poderes sobre la Presidencia”, a la que se
califica de “monacal”, y la escasa participación del Congreso en la toma de
decisiones. La imputación por la falta de federalismo, por los “modos
verticales” de hacer política que impone la Presidencia y el control político
del Poder Judicial, suelen ser también temas típicos en la agenda del
progresismo liberal –de hecho, el documento original del colectivo Plataforma
2012 habla del “centralismo unitario” en la Argentina actual-.
Uno podría hacer una objeción de
orden político-coyuntural a tales planteos. Cuestionar, por ejemplo, que los
grandes grupos de medios concentrados o las organizaciones patronales agrarias
(que uno supone tan adversos a un orden igualitario como las grandes empresas
mineras) suelen estar menos mencionados en las denuncias que se realizan desde
el progresismo liberal. No obstante, no es el estilo de crítica que me interesa
formular aquí. Toda elaboración real y no testimonial de un proyecto político
transformador en democracia elije algunos adversarios más que a otros, incluido
el kirchnerismo. Me parece más relevante reflexionar sobre las implicancias
teóricas, históricas y prácticas de este discurso de cuño progresista liberal.
Podríamos empezar señalando lo
obvio: la tradición de izquierda de raíz marxista, donde uno esperaría que se
apoyen intelectuales que se dicen críticos, dice poco acerca de los problemas
de la concentración del poder político en el Ejecutivo y la defensa del rol del
Congreso o el Poder Judicial. Como es bien sabido, los marxistas originarios
estaban más preocupados por las desigualdades emergentes de un orden
capitalista estructurado en torno de la propiedad privada y el trabajo
formalmente “libre” que por los avatares del Congreso o los poderes ejecutivos
fuertes. La lucha por esos postulados dentro de un orden
democrático-legal nunca fue patrimonio
del marxismo originario, pero tampoco ocupó demasiado espacio en el acervo
teórico de sus herederos en el marxismo occidental, ya sea en la tradición
alemana o italiana. Difícilmente encontremos en textos de Rosa Luxemburgo,
Kautsky o Gramsci elogios a los ejecutivos débiles o arengas sobre la necesidad
de parlamentos fuertes frente a los gobiernos una vez que la izquierda acepta
el orden democrático-legal burgués. Las prioridades eran otras.
Pero si salimos de las
preocupaciones teóricas marxistas y nos vamos a la práctica política de los
partidos socialistas herederos de la Segunda Internacional, veremos que la
consolidación de los avances de derechos sociales se dio en marcos de
concentración de poder en el Ejecutivo y de hegemonía parlamentaria, más que en
escenarios de presidencias débiles y pluralismo en las legislaturas. El famoso
Pacto de Saltsjobaden en Suecia en 1938, donde esencialmente el sector
empresarial acepta las bases del futuro Estado de Bienestar, fue consecuencia
de la amenaza revolucionaria por parte del SAP (el partido socialdemócrata
europeo más fuerte en la primera parte del siglo XX después del alemán) a la
propiedad privada y su control casi mayoritario del Parlamento. Los grandes
momentos en la ampliación del Estado de Bienestar en el norte y el centro
de la Europa de posguerra tienen más que
ver con el avance hegemónico de la socialdemocracia o el laborismo (a veces en
alianza con los partidos democristianos) que con la independencia judicial o el
rol de parlamentos autónomos del Ejecutivo.
Si cruzamos el Atlántico la
cuestión es aún más evidente. El New
Deal, el movimiento más importante de ampliación de derechos sociales como la
jubilación y el empleo en Estados Unidos, fue impulsado por un Poder Ejecutivo
liderado por Franklin Roosevelt, que se enfrentó duramente (¡y por partida
triple!) a los reclamos de muchos estados (provincias en EE.UU.), a una Corte
Suprema favorable a los intereses empresarios y al Congreso, todos los cuales
defendían de algún modo el statu quo de derechos sociales restringidos. Las
batallas de Roosevelt en su proceso de ampliación de derechos contra cada una
de estas instituciones que encarnan el
dogma liberal, incluyendo sus presiones para la remoción de la vieja Corte
Suprema, fueron memorables. Con los
argumentos del progresismo liberal argentino, Roosevelt hubiera sido tachado
sin dudas de hegemónico, verticalista y discrecional.
Finalmente, la experiencia
histórica en América Latina en lo que concierne a la ampliación de derechos no
es muy diferente. Cuando uno mira la política real, los dos movimientos
nacional-populares que encarnaron la expansión de derechos electorales y sociales
en Argentina, el yrigoyenismo y el peronismo, tuvieron una impronta
centralizadora muy fuerte en la Presidencia, tanto frente a las provincias como
frente a la Corte Suprema o el Congreso. Lo mismo podría decirse de otras
experiencias latinoamericanas, como el cardenismo en México o el varguismo en
Brasil, que a su manera significaron el primer gran estadio de inclusión social
en estos países: fueron, antes que nada, experiencias de fuerte consolidación
del poder estatal centralizado.
En resumen, la experiencia
histórica muestra no solo el más obvio y tradicional divorcio entre la raíz
teórica del pensamiento marxista y los postulados políticos liberales, sino
también que los grandes momentos de ampliación de derechos en Europa y América
estuvieron caracterizados por ejecutivos concentrados y
hegemónicos frente a las legislaturas, y por la centralización del poder político
frente a las periferias regionales, especialmente en países federales como
Estados Unidos, Argentina, México o Brasil, y no por la preservación dogmática
de principios liberales como la autonomía del Congreso o del Poder Judicial, o
los derechos políticos de las unidades territoriales.
Lo anterior no implica
justificar, desde luego, todos los atropellos que las experiencias de izquierda
o nacional-populares hicieron contra los sistemas liberales de control político
y, mucho menos, un desprecio absoluto por los mecanismos de la democracia
política inherentes a la tradición liberal. Los movimientos emancipatorios de
este lado del mundo han aprendido, y trágicamente, de la experiencia de los
años 70 y de los riesgos de menoscabar los mecanismos formales de la democracia
electoral y el Estado de Derecho. Se trata más bien de asumir con madurez las
obvias tensiones entre las demandas de mayor pluralismo político por un lado, y
el combate contra los poderes económicos y la desigualdad por el otro. Como
sabe cualquier estudiante de ciencia política que haya leído El Federalista de
Madison, Hamilton y Jay –verdadera Biblia del liberalismo político moderno-,
los mecanismos de “frenos y contrapesos” (como el control político a la
Presidencia desde el Congreso, el Poder Judicial o las autonomías federales)
fueron pensados en su origen histórico para conservar el statu quo y el poder
de los propietarios ante la posibilidad de un Ejecutivo
democrático-mayoritario, más que como instrumentos para prevenir la desigualdad.
PROCESOS REALES
El logro de la democracia
política, la vigencia del Congreso y el Estado de Derecho tienen que ser parte,
por supuesto, del menú de demandas de los movimientos populares. Pero una vez
que el Estado de Derecho está vigente, como es el caso de la Argentina actual, seguir insistiendo en la autonomía
del Congreso y la concentración de poder institucional en el Ejecutivo, o en la
crítica al “centralismo unitario” como demandas prioritarias implica, en primer
lugar, adosarles a los movimientos populares o de izquierda banderas que no le
son propias, como lo muestran las visiones teóricas y las experiencias
históricas recién revisadas. Segundo, y quizá más importante, hacen que
cualquier movimiento reivindicativo termine pareciendo superfluo o testimonial.
¿Cómo combatir los poderes económicos establecidos sin un Poder Ejecutivo institucionalmente
fuerte y concentrado para dar esa batalla? ¿Cómo intervenir en las policías
provinciales asesinas y a la vez denunciar el centralismo unitario, si la
autonomía provincial es precisamente la piedra basal de esos mecanismos
perversos? ¿Se puede atacar la minería contaminante o la desigualdad del acceso
a derechos entre provincias y al mismo tiempo potenciar el rol de un Congreso
donde las provincias mineras están sobrerrepresentadas en la Cámara de
Diputados, y tienen cada una tres bancas
en la Cámara de Senadores a pesar de su escasa población?
No es casual que, en la política
real, los procesos políticos populares y pos-neoliberales en América latina
hayan originado tensiones entre los presidentes que encarnan la nueva
ampliación de derechos sociales, y los congresos, las constituciones escritas,
las cortes y las autonomías federales –todas instituciones caras a la tradición
liberal-, especialmente por tratarse de sistemas presidencialistas, donde esos
elementos ponen muchos más obstáculos a las mayorías populares gobernantes que
en el parlamentarismo europeo. Allá donde más radicales fueron los intentos de
transformación social y los desafíos al establishment económico (más allá de lo
acertado de su contenido puntual), como en los casos de Venezuela, Bolivia,
Ecuador o Argentina, más conflictos hubo con las instituciones liberales
tradicionales.
Por ejemplo, todos los gobiernos
que impulsaron leyes contra la gran prensa entraron en tensión con sectores del
Poder Judicial establecido. En los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, solo
mediante reformas totales o parciales de las constituciones escitas pudieron
los nuevos presidentes relegitimarse en el Congreso y consolidar su (muchas
veces precario) poder frente al establishment político y económico vigente. Los
gobiernos de Ecuador, Venezuela, Bolivia y Argentina se enfrentaron con los
reclamos de “autonomía federal” de regiones económicamente privilegiadas, ya se
trate de Guayaquil, Zulia, el oriente boliviano o las provincias sojeras. En
cambio, allí donde el progresismo se limitó a ampliar algunas políticas
sociales, como en Brasil o en Chile, pero no hubo políticas para desconcentrar
los grandes medios audiovisuales, ni activación sindical o de movimientos
sociales, ni apropiación gubernamental de la renta de recursos naturales vía
retenciones u otros mecanismos, los conflictos con los poderes institucionales
que encarnan la tradición liberal fueron mucho menores.
CONTRADICCIONES
El progresismo liberal argentino junta
inocentemente tradiciones políticas en suma tensión en pos de la crítica a un
gobierno puntual. Así, aun aquellos con las mejores intenciones contaminan
innecesariamente la tradición inclusiva
popular con elementos que no le son prioritarios, y en algunos casos
ajenos. Dicho de otro modo, una vez asegurado el piso imprescindible de
democracia política y Estado de Derecho, la política de los movimientos
populares y la izquierda deben apuntar a consolidar un poder político central y
transformador. La teoría y la experiencia histórica en los procesos
democráticos demuestran que la ampliación de derechos sociales generalmente va
desde Ejecutivos fuertes hacia el Congreso y el Poder Judicial, y desde
el poder estatal central a las periferias federales, y no al revés. Postular
acciones decisivas contra el poder económico y la desigualdad material, y a la
vez invocar principios liberales clásicos acerca del poder concentrado de la
Presidencia, el rol del Congreso y la autonomía federal, es hacer de la
izquierda y la crítica un simple enunciado de buenas intenciones.
Amigo Desocupado
ResponderEliminarAsí como el kirchnerismo logró transformar a nuestra derecha, siempre propensa a apoyar golpes de Estado y cirugías mayores en un grupo de escrupulosos defensores de leyes, reglamentos y letras chicas, este gobierno polpotiano también logró transformar a la vanguardia del proletariado en ONGs que critican tanto el exceso de Estado como el gobierno centralizado y los liderazgos populistas, de la misma clase que tantas remeras y cantos le inspiraron hasta no hace mucho.
Solo falta que logre transformar a la Iglesia en una asociación de librepensadores agnósticos.
Un abrazo,
r.
Considera el autor que: "Como sabe cualquier estudiante de ciencia política que haya leído El Federalista de Madison, Hamilton y Jay –verdadera Biblia del liberalismo político moderno-, los mecanismos de “frenos y contrapesos” (como el control político a la Presidencia desde el Congreso, el Poder Judicial o las autonomías federales) fueron pensados en su origen histórico para conservar el statu quo y el poder de los propietarios ante la posibilidad de un Ejecutivo democrático-mayoritario, más que como instrumentos para prevenir la desigualdad", obviando que con ello se seguía la tradición de una larga lucha contra el poder real (1),y que si bien se podían defender intereses de un sector, en definitiva beneficiaron a toda la sociedad. Así se organizaron los EE.UU., y también nació nuestro Estado con la Constitución de 1853, como bien lo ha estudiado Natalio Botana.-(2)No había otra forma de hacerlo en esos momentos. Juzgar todo ese proceso con la visión actual resulta anacrónico, más aún cuando las políticas actuales parecen retornar a un pasado, bien descrito por Loris Zanata: "Es éste, pues, un caso extremo del uso del Estado por un partido, orientado a robustecer a quien está al frente del gobierno, liberándolo a la vez de trabas políticas e institucionales. En suma, el Estado abdica de las funciones que le son propias para cederlas al movimiento en el gobierno, el cual por su parte las aprovecha para ampliar su poder y aumentar su discrecionalidad. Todo ello, al duro precio de desgastar el tejido institucional, su transparencia, su su universalidad y, en consecuencia, su credibilidad. El Estado peronista empezaba así a renunciar a la complejidad de la política en nombre de la diáfana simplicidad del carisma". (3)
ResponderEliminarNo hay que tenerle miedo a las instituciones democráticas.
(1)Conf. Morgan, Edmund S. La invención del pueblo. Siglo XXI. Bs. As. 2006.
(2)Botana, Natalio. El orden conservador.Sudamericana. Bs. As. 1977.-
(3) Zanatta, Loris. Eva Perón. Una biografía política. Sudamericana. Bs. As. 2011. págs. 99/100.-
Eduardo, esta máquina de m.... puso tu comentario como spam. Me acabo de fijar. Luego te contesto.
EliminarGracias x pasar!
Muy buen artículo.
ResponderEliminarJusto pensaba, mientras lo leí, que una de las contradicciones entre progresismo y liberalismo es esa abominación acerca de que el PEN haga uso de sus facultades en forma total y, en algunos casos, buscando ampliar esas facultades. Es difícil sostener que se puede lograr un progreso efectivo respetando a instituciones guardianas del status quo como el Congreso o el Poder Judicial. Y justo llegué a la parte donde Etchemendy lo dice. Es decir, estoy escribiendo al pedo.
Un abrazo.
Jaja, ¡no diga eso Ricardinho, escriba igual, que sus lectores se lo agradecemos!!
EliminarCierta izquierda tiene la costumbre de reducir la política a la moral: frases como "es un escándalo", "esto es inaceptable/inconcebible" se repiten una y otra vez. Este gobierno innovó frente a la derecha y frente a la izquierda, y dejó a varios regulando.
ResponderEliminarYa Weber en su "Política como vocación" nos previno contra esa confusión de órdenes. La discusión que te hace quedar bien en los bares y en el centro de estudiantes, pero que no incide en la política real, termina siendo siempre testimonial.
Comparto plenamente la humorada de "solo hace falta que logre transformar a la Iglesia en una asociación de librepensadores agnósticos".
Cuando a Gargarella se le pide que nombre UN ejemplo histórico de gobierno que coincida con sus ideas, evita darlo.
En fin... es lo que hay.
Abrazo chamigo, gracias x pasar!
Texto interesantísimo.
ResponderEliminarSarlo posiblemente representa una fusión de las dos corrientes. La de izquierda (prefiero ese calificativo al de "progresista", porque el progresismo es un posmodernismo ajeno a la tradición marxista de la izquierda materialista pura; el progresismo es todo lo contrario del marxismo, es una antítesis pseudolibertaria al reclamo antilibertario del marxismo. En todo caso, Sarlo en el 70 se reclamaba maoísta, más que marxista. Por otra parte, Rosa Luxemburgo, y esto Sarlo en alguna parte lo recordaba, advirtió en 'Neue Zeit', en 1918, de los riesgos ultracentralistas -nótese el término "ultracentralistas"- leninistas antes de ser sacrificada por los Freikorps a los que los socialdemócratas alemanes dejaron vía libre, precisamente para quitarse de en medio a la Luxemburgo denunciadora de Lenin, del mismo Lenin cuyo tratamiento de los mencheviques temían en el SPD) y la liberal. No son tradiciones totalmente incompatibles, B. Croce ya vislumbró caminos posibles, el "socialismo liberal"; Croce también denunció a los falsos liberales, los liberistas. Es posible fusionar algunos de los fundamentos de la crítica económica del marxismo o posmarxismo con la tradición constitucionalista del liberalismo argentino, corriente que no ha sido nunca muy potente, tradición prostituida por supuestos legalistas libertadores que eran menos respetuosos con la ley y la democracia que los peronistas. Es posible desde el liberalismo respetar gran parte de la herencia intelectual del marxismo, del mismo modo que Marx admiraba a Ricardo y el papel "altamente revolucionario" de la burguesía. La fusión de ambas tradiciones hoy (ayer las hubo, en el Reino Unido en las elecciones de 1905, entre los Liberales y el protolaborismo; en Francia con el Cartel de Izquierda en el 20 y el Frente Popular en 1936, etc.; en cualquier caso, se puede considerar que lo que Roosevelt hizo en el 30 en EE.UU. respondía a una estructura y una coyuntura no transportable a la Argentina de hoy) produce un espacio amplio, desde la socialdemocracia frepasista de Sarlo al solanismo de Svampa. Es posible, en último término, avanzar en una estructura social y económica más justa y progresista (como se hace en gran parte desde 2003) con un respeto liberal hacia las instituciones. Se ha hecho, por ejemplo, en Uruguay, donde el Frente Amplio, con el presidente Mujica y el vicepresidente Astori, no es otra cosa que la unión de dos corrientes, la socialista y la social-demoliberal, respectivamente. Creo que la crítica de ese liberalismo progresista contra la centralización se refiere al unicato, a la desaparición del gabinete de ministros, a la práctica hiperpresidencialista que no va en camino de enfrentar a los poderes fácticos ecofinancieros, sino a la acumulación de poder político frente a la oposición y en el seno del mismo oficialismo. En contra de ese centralismo ejecutivo se manifiesta el liberalismo progresista, más que a que una redistribución competencial entre Estado nacional y poderes provinciales.
Un blog magnífico, enhorabuena.
Un saludo desde España.
Gracias GPA.
EliminarAbrazo!