Visto y considerando que me lloran los ojos a consecuencia de una conjuntivitis úta y vigilante que tiene mucho aguante, disfruto de escuchar hermosos temas como éste, mientras les copio y pego un muy buen artículo de José Natanson:
Por José Natanson
Desde la recuperación de la
democracia en 1983 hubo tres grandes impulsos de cambio progresista: el
alfonsinismo, el Frepaso y el kirchnerismo, cuyo éxito se explica, entre otras
cosas, por su capacidad de establecer nuevas líneas de división política
(clivajes, en jerga politológica) en torno de las cuales se organizaron la
competencia electoral y el debate público.
Comienzo por el principio. Raúl
Alfonsín, uno de los pocos políticos de primer nivel que se habían opuesto
públicamente a la guerra de Malvinas y que había denunciado los horrores de la
dictadura, fue el primero, también, en comprender que las elecciones de 1983 no
marcaban un retorno transitorio de la democracia, supeditada al juego
pretoriano y la voluntad de los militares, sino el inicio de una nueva era
institucional. Con su denuncia del pacto militar-sindical y su apelación a los
valores democráticos (cuyo emblema fue el recitado del preámbulo de la
Constitución como un rezo laico), Alfonsín logró que la discusión política se
estructurara en torno del eje dictadura-democracia, y ganó las elecciones.
Más tarde, cuando Menem firmó los
indultos y confirmó su giro definitivo a la ortodoxia económica, Chacho Alvarez
se convirtió en el primer dirigente peronista en romper con su partido, un
salto sin red ni paracaídas al llano de la política. Tras vegetar en el
subsuelo de la consideración popular durante unos años, Chacho encontró su gran
momento cuando el alfonsinismo se mimetizó con el gobierno en el Pacto de
Olivos, habilitando un espacio para la oposición que no demoró en ocupar como
líder indiscutido del anti-menemismo. Con un perfil personal muy diferente del de
los menemistas más notorios (nada de corbatas amarillas ni trajes de mil
dólares), Chacho (y su criatura política, el Frepaso) consiguió llevar el
debate político al terreno que mejor les sentaba. Su clivaje (y luego el de la
Alianza) fue corrupción-transparencia, aunque el costo derivado de este éxito
fue altísimo: la neutralización de la discusión económica y el fin del debate
sobre el modelo.
Por último, el kirchnerismo.
Quizás una de las explicaciones más importantes de su éxito –atención
intelectuales que se quejan de que al Gobierno le falta un “relato”– sea su
capacidad para organizar la disputa política alrededor del eje
neoliberalismo-antineoliberalismo (y sus derivaciones: mercado-Estado,
producción-finanzas, concentración-redistribución). Las medidas más
interesantes de los últimos años se inscriben en esta lógica, desde la
renegociación de la deuda externa en los inicios del ciclo K a la
nacionalización de las jubilaciones o la creación del Ingreso Universal para la
Niñez. Del mismo modo, el segundo clivaje instalado con éxito por el Gobierno
–dictadura-derechos humanos– también explica algunas de sus movidas más
virtuosas, como la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final, y
otras que, inesperadamente, ha logrado situar en este marco (la capacidad de
centrar el debate por la nueva regulación de los medios audiovisuales en la
necesidad de cambiar la “ley de la dictadura” ayuda a explicar su éxito, pero
también sus fallidos: la desdichada comparación del embargo de goles con el secuestro
de personas).
Inversamente, el gran fracaso
político del actual Gobierno –el conflicto con el campo y su traducción
electoral en la derrota en los comicios de junio– se explica por una larga
serie de motivos, desde su intransigencia negociadora hasta la capacidad de las
organizaciones de productores rurales de mantenerse unidas. De entre todos
ellos, quizás uno de los más importantes haya sido la obsecación kirchnerista
en centrar el conflicto del campo en un clivaje que se reveló inverosímil: la división
pueblo-oligarquía no logró convertirse en el eje de la disputa política, pese a
los esfuerzos del Gobierno por dotar a su posición de un tono épico y plantear
el conflicto en términos epopéyicos (en uno de sus discursos menos felices,
Kirchner llegó a hablar de “comandos civiles”).
Y ahora, como se comprueba
prestando una mínima atención a los discursos oficiales, el Gobierno busca que
la disputa creada en torno del Fondo del Bicentenario y la remoción de Martín
Redrado se inscriba en esta división del campo político. Por una vez, la
televisión ayuda a los Kirchner: si en su momento la imagen de un Alfredo De
Angeli desdentado impedía presentarlo como el líder de una supuesta oligarquía
terrateniente, el perfil de Redrado –sus trajes perfectos, la fachada de su
casa y su impresionante Audi gris– sí permite identificarlo como un referente
del neoliberalismo, lo cual demuestra que la imagen no siempre puede ser guiada
con mano maquiavélica por los directivos de los canales privados y que a veces
se independiza, generando efectos insospechados.
El intento oficial por situar el
debate en términos de neoliberalismo-antineoliberalismo encuentra otros
escollos. En primer lugar, por la evidencia de que Redrado fue durante años
funcionario (y funcional) al modelo K, como vicecanciller primero y como
titular del Banco Central después, por lo que no tiene mucho sentido
descalificarlo, ahora, como un ortodoxo puro y duro.
Pero lo central, más allá del
juego de imágenes y antecedentes, es la discusión económica de fondo, que
tampoco es tan transparente. El Fondo del Bicentenario es uno de los pasos del
plan de Amado Boudou –cuya formación, estilo y hasta opción estética no son tan
diferentes de las de Redrado– para volver a los mercados internacionales de
capitales, plan que incluye la anulación de la “ley cerrojo”, la negociación
con los holdouts, el reinicio de la conversaciones con el Club de París y hasta
un posible nuevo acercamiento al FMI. Y no se trata de cuestionar esta
estrategia, que busca que Argentina pueda volver a refinanciar sus deudas como
hacen casi todos los países, sino de ponerla en su justo contexto: acertada o
no, la decisión es cualquier cosa menos la gesta antineoliberal que creen ver
algunos integrantes del kirchnerismo sunnita.
El eje fue cambiando. En un
segundo momento, cuando la discusión había escalado y Redrado se atrincheraba
en el Banco Central, el debate comenzó a girar en torno de la utilización de
los recursos liberados por el Fondo del Bicentenario, acercándose, ahora sí, a
los términos favorables al Gobierno. En efecto, la idea de que el pago con
reservas permitiría obtener recursos adicionales para ampliar el gasto social,
financiar nuevos proyectos de infraestructura o construir más escuelas –frente
a una oposición que propondría pagar la deuda ajustando– puede ser válida, pero
también tiene un problema. Por mandato constitucional, el encargado de asignar
los recursos es el Parlamento, por lo cual la oposición tiene todo el derecho
del mundo a reclamar un lugar en el debate acerca del destino de estos fondos
(esto fue más o menos lo que planteó el radicalismo cuando propuso apoyar el
desplazamiento de Redrado a cambio de discutir el Fondo del Bicentenario). Esta
posibilidad, ajena al estilo decisionista del kirchnerismo, obligaría al
Gobierno a convocar a sesiones extraordinarias o posponer su proyecto hasta
marzo.
Pero no sólo el Gobierno tiene
problemas para instalar el debate en los términos que más lo favorecen. Al
igual que el oficialismo, la oposición también busca instalar su propia
división. La de Elisa Carrió es, desde años, autoritarismo-institucionalismo.
Para un sector de la derecha, el eje es populismo-república, clivaje que
reproduciría las divisiones que se viven en otros países de la región (en
particular Venezuela) y que ha tenido bastante éxito en las clases medias de
los grandes centros urbanos. En la campaña de 2007, la frontera elegida por
Mauricio Macri fue eficiencia-ineficiencia (aunque, a juzgar por los resultados
de su gestión, va a tener que ir buscándose otra idea). El eje de Luis Patti
viene siendo, desde hace años, garantismo-mano dura. Y el clivaje que a su
manera ambigua pero persistente intenta definir Julio Cobos es quizás el más
inteligente de todos: al centrar la disputa en el eje consenso-conflicto, el
vicepresidente instala un clivaje que niega los clivajes, una división del
campo político cuyo quimérico objetivo es superar las divisiones.
La estrategia es astuta pero no
perfecta. Cobos ocupa un lugar institucional único, que lo ayuda y a la vez le
impone límites a sus ambiciones. Lo ayuda porque, desde su cargo de
vicepresidente –es decir, como nexo natural entre el Legislativo y el
Ejecutivo– puede afirmar que quiere “ayudar” al gobierno del cual sigue
formando parte. Y si el oficialismo denuncia el cinismo y el fondo
anti-institucional detrás de esta postura, Cobos responde que su intención es
ayudar a la Casa Rosada incluso contra sus propios deseos (como si el Gobierno
fuera un chico que no sabe lo que quiere): ésa fue, de hecho, la justificación
del voto no positivo. En este contexto, su principal atributo político –la
percepción social de que es un límite a los Kirchner– le exige mantenerse en su
puesto de vicepresidente, pero también puede encerrar el germen de su fracaso
si alguno de sus movimientos es interpretado como obstruccionismo o, peor aún,
desestabilización. El problema es que la idea del consenso no puede funcionar
siempre. En ciertos momentos, la política exige definiciones por sí o por no
(y, por lo tanto, conflicto). En la disputa por la 125, Cobos votó contra el
Gobierno; ahora, según han dejado trascender sus allegados, podría acompañar
con su voto en la comisión la decisión de Cristina de desplazar a Redrado del
Banco Central. Obligado a medir milimétricamente cada movimiento, cada gesto,
Cobos transmite una combinación de moderación y firmeza que le ha dado buenos
resultados, aunque la cornisa por la que camina es estrecha y la distancia de
2011, muy larga.
¡la fecha pibe, la fecha!
ResponderEliminarJaja, el artículo es del domingo 31 de enero de 2010. Acá se puede ver:
ResponderEliminarhttp://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-139336-2010-01-31.html